Sangre, Pus y Dolor

09.10.2024

Nueve horas sin aire, el cuerpo suspendido en la asfixia. Cuatro días con ibuprofeno, inútil como un dios ciego. Seis amigdalitis en tres años, un recordatorio pertinaz de la fragilidad. Tres horas en la sala de urgencias del Hospital Sant Pau, esperando al otorrino.


El cuerpo, una masa inerte, se me hunde en la silla. Intento dormir, pero el dolor me sacude como un perro rabioso. Soy la única que llora aquí, en silencio, como una bestia acorralada.


No puedo hablar. No puedo tragar. Cada movimiento es una tortura. Respirar se vuelve un acto violento, una tarea que exige toda mi voluntad. Siento que queda un último vestigio de aire que lucha contra la inflamación que amenaza con cerrarlo todo.


Hablo con Dios. Con ese Dios que no he invocado en años, pero que en momentos como este regresa, como un eco de la niña que fui y para la que él era su único amigo. Le pido algo sencillo, casi banal: la muerte. Le hablo desde esa quietud que da la certeza, cuando lo único que ya temes es al dolor que no cede, que no perdona.


Paul está a mi lado. Su mano en mi espalda, su chaqueta tibia sobre mis piernas. Está ahí, en silencio, compartiendo mi naufragio, pero sin poder salvarme. Su ternura no alcanza este abismo, no toca este vacío. Lo siento, pero estoy sola en este mundo sin forma, en esta habitación donde el dolor es lo único real.


Entonces, la veo a ella. A mi maminés. La abuela que me crió desde mis nueve años, y quién murió el día de su cumpleaños número 70. Tenía cáncer de vejiga. Recuerdo la última vez que la vi. Estaba en una camilla, retorciéndose de dolor. Me decía: "Quiero mejorarme". Yo le acariciaba la cabeza, y ella me repetía, una y otra vez, que solo quería mejorar.


Ella quería seguir. Ella quería aferrarse a este mundo con una terquedad que ahora me parece heroica. Y yo, en este instante, solo quiero desvanecerme.


¿Qué es el dolor? ¿Qué lo define? ¿Por qué unos ruegan por más vida y otros, como yo, desean hundirse en la muerte, borrarse, dejar de ser? ¿Es cuestión de la naturaleza del dolor? ¿O simplemente de lo que somos capaces de soportar?


—Laura Victoria —Por fin me llaman. Camino como un espectro hacia el consultorio. El otorrino me pide que abra la boca, y aunque apenas puedo, lo hago. Con las paletas de madera, revisa, su rostro se endurece. Absceso, dice. Hay que cortar. Paul toma mi mano, y la lidocaína apenas consigue apaciguar el filo del bisturí que se abre paso en mi carne. Siento cómo drena, cómo el pus, espeso y denso, sale a borbotones, llenando una bolsa que cuelga de mi cuello. Lo observo, ajena, como si ese líquido viscoso que brota no me perteneciera. Como si mi cuerpo me traicionara y develara en las servilletas manchadas mis secretos más oscuros, aquellas heridas que nunca supe cómo nombrar.


El dolor continúa, pero es otro. Es un dolor que actúa, que se mueve. La idea de rendirme desaparece. Pienso en mi abuela, en su ruego constante de seguir. Ella también le rezaba a Dios, pero le pedía cura. Comprendo ahora su disposición a ser cortada y drenada con tal de sanar. Quizás, después de todo, hay dolores que se pueden vaciar, y otros que se quedan, atrapados en el cuerpo, como bolsas de pus que nunca se liberan.


Tal vez no existe un dolor mejor que otro. Tal vez todos, en su agonía, requieren el mismo coraje: el de rendirse, ya sea a la vida o a la muerte.


Me siento más ligera, sí, pero también vacía. Me acompaña el cansancio, el eco de mi abuela, la mano de Paul y el sostén de mi tribu. Todavía le temo al dolor, pero ahora sé que cualquier anhelo que me sobrevenga de él, requiere de mucho valor.


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